Tulipán (2015)

Hannah Cherin
8 min readJun 21, 2020

¿Cuál fue mi primera obra? Bueno, mi tulipán, claro. La primera y mi favorita. Me voy a sentar en este sillón, espera un momentito querida.

Durante el año y medio que estuve encerrada enterré muchísimas cosas. Enterraba dibujos, cartas y páginas de lo que sería mi diario si hubiera tenido uno. Una vez enterré un dibujo en el que estaba yo, de la mano con mi mamá y mi papá. Pero no nos dibujé flacos, tristes, como estábamos en ese entonces, casi sin expresión. No, nos dibujé con una sonrisa en nuestros labios, sentados en la mesa del comedor de mi casa. Lo enterré, sin ningún objetivo en particular, sólo quería que mis días en ese lugar quedaran registrados en algún lado.

Cuando volví a ese mismo pedazo de tierra — que, no te dije, pero estaba apartado de todo el barrio — en un rincón, encontré un pequeño tallo, muy chiquito. Recién estaba comenzando a crecer y todavía no tenía forma, pero yo lo vi y quedé sorprendida. Imagináte, con ocho años no hay nada que no te sorprenda. ¿No es cierto?

Y así fue creciendo ese tallo pequeño. Yo lo iba a ver todos los días. No sabía quién lo había plantado, ni quién lo estaba regando, pero lo cierto es que cada día el tallo crecía y crecía. No sabía por qué ni me importaba cómo, pero así era. Muchas veces intenté conseguir agua para regarlo, pero ni siquiera tenía suficiente para tomar, muchísimo menos me iba a sobrar como para regar una planta, te imaginarás.

Calculo que pasó un mes más o menos y la planta ya se había convertido en una flor. Yo estaba cada vez más enferma y débil, pero la flor crecía. Era el único consuelo que encontraba en esa miseria. Y en serio que era una miseria: un pedazo de pan por día era una exageración. Claro, a menos que el contrabandista de esa semana saliera exitoso y trajera un paquete de arroz que luego comíamos entre varias familias como si fuera un banquete. Pero bueno, volviendo al tema, mi flor era un tulipán de color rosa. Me acostaba al lado de él todos los días y lo miraba, siempre lo miraba. Me imaginaba de dónde podía haber salido, y a quién pertenecía. Imaginaba historias y por un rato me olvidaba de todo. Yo siempre cuento que ese tulipán me ayudó a no perder la esperanza, porque si en esa escena gris que estaba viendo, había lugar para al menos un pedazo de color y alegría, el mundo todavía valía la pena.

Por eso iba todos los días a verlo, sin excepción. ¿Que si me hacían trabajar? ¡Claro que sí! Siempre. Nos hacían trabajar y si no lo hacíamos… bueno, ya pensarlo me da escalofríos, mejor ni te digo. Trabajábamos como un niño normal va a la escuela, cosa que extrañaba como a mi peluche preferido. Sí, eso es verdad, algunos maestros organizaban reuniones clandestinas en las que seguían enseñándonos, de hecho ahí aprendí a escribir, con las pocas hojas y lápices que a veces obteníamos en las escapadas al pueblo más cercano. Yo me guardaba pedacitos de hojas y luego los usaba para dibujar. Pero sí, trabajábamos la mayoría del tiempo. Es más, un día me escapé del trabajo porque ya se estaba haciendo de noche y no había podido ir a visitar mi pedazo de tierra favorito. Estaba desesperada. Ahora me doy cuenta cuán desesperada estaba en realidad, si lo único que me daba ganas de seguir viva y fuerte era un tulipán. Te decía, me escapé del lugar en donde trabajábamos y salí corriendo en busca de la flor. Me encontré con que algunos de sus pétalos se estaban marchitando, ya casi no tenían color. En cuanto levante la mirada, vi a un hombre muy grandote que se acercó y me pegó con un palo. Todavía tengo esa cicatriz, una de las tantas que me quedaron después de esa guerra. Me comenzó a gritar cosas en alemán aunque yo no entendía casi nada. Ni siquiera se preocupó porque entendiera lo que estaba diciéndome, aunque supongo que era mejor de esa manera. Por supuesto que estaba acostumbrada. ¿Cómo no lo iba a estar? Pero en ese momento me sentí completamente desprotegida. Como si yo fuera uno de los pétalos marchitos y me estuviera por desvanecer.

El soldado arrancó el tulipán de la tierra y lo arrojó muy lejos de donde yo estaba. Había comenzado a llover. Me acuerdo porque mi vestido (o al menos lo que yo llamaba vestido pero en realidad eran dos pedazos de tela cosidos por mi mamá), se había empapado y yo no podía dejar de temblar. Además, me estaba aguantando tanto el llanto que creí que nunca iba a poder desatar el nudo enorme que tenía en la garganta. El soldado escupió en mis zapatos y se alejó, clavando sus botas negras en el barro, hacia donde estaba un compañero suyo llamándolo.

Esa imagen sigue tan vívida en mi memoria como si hubiera pasado hace tan sólo diez segundos. Pero lo que más hace que me aferre a esa memoria no es el sufrimiento que pasé en ese momento, no, todo lo contrario: me acuerdo de ese momento porque, aun siendo tan chica, comprendí todo. Comprendí que esos hombres eran los que necesitaban ayuda y no yo. No era yo la que estaba haciendo las cosas mal, ni la que debía ser castigada, ni tampoco ninguna de las personas encerradas en el gueto. Eran ellos. Es justamente por eso que cada vez que cuento mi historia pido que no se apiaden de mí, sino de esos hombres que estaban tan perdidos en su maldad que no encontraban escapatoria a ella por más que miraran muy dentro suyo. Sobre todo si miraban dentro suyo. Además, ya todos sabemos cómo termina mi historia, ¿no? Por eso estoy aquí sentada en esta vieja casa. Pero no te quiero aburrir, si querés la dejamos para otro momento. ¿Ahora? ¿Estás segura? Como quieras.

Para entender cómo es que pude salir de ese lugar horrible te tengo que hablar del último día de 1941. La familia de mis padres era religiosa, por lo que nosotros no solíamos festejar el año nuevo como el resto del mundo. Sin embargo, en nuestra situación nos aferrábamos a cualquier cosa que significara que por ahora podíamos seguir contando nuestros días de vida. Nos juntábamos entre varias familias, o los integrantes que iban quedando de ellas, y armábamos una mesa larga con la poca comida que teníamos y algunas cosas que íbamos juntando la semana previa al festejo. Ese día de diciembre estábamos sentados, a punto de comer, cuando escuchamos un golpe muy fuerte que venía del muro que rodeaba el gueto. Los adultos salieron corriendo y yo seguí a mis papás atrás, porque tenía miedo de que les pasara algo y yo me quedara sola. Desde atrás de un árbol, espiamos lo que estaba pasando: una de las nenas, que tenía más o menos mi edad, estaba queriendo salir por un agujero, probablemente a buscar comida. Dos soldados la estaban golpeando, y mi papá salió corriendo para ayudarla. Ni siquiera llegó a dónde quería ir que un tercer soldado apareció y retuvo a mi papá a la fuerza. Yo, que estaba mirando de la mano de mi mamá, sentí una mezcla de angustia y enojo corriendo por mi cuerpo.

Tenía miedo de empeorar las cosas, pero igual salí corriendo, mientras escuchaba un grito de mi mamá pidiéndome que volviera al lado suyo. Cuando llegué a donde estaban ellos, todo mi cuerpo comenzó a temblar. Lo único que pude sacar de mi boca fue “papá” y mis labios se cerraron. Noté cómo el soldado levantó la vista al escuchar mi voz y dejó de golpearlo, dejándolo en el piso, todavía indefenso. Mientras se alejaba, aunque en el momento pensé que era mi imaginación, vi un pétalo de mi tulipán asomándose por su bolsillo. Sí, mi cara fue exactamente la misma que tenés vos ahora. No entendía nada, pero ahora cuando te cuente lo que sigue vas a entender.

Allá por julio de 1942 comenzaban las deportaciones. Mi nombre estaba entre las listas de personas que iban a abandonar el gueto y dirigirse al campo de exterminio. Comencé a caminar, y los soldados nos prometían que nuestro destino iba a ser mejor que el actual, que íbamos a tener comida gratis y jugo para tomar. Supuse que no era muy difícil superar ese lugar, en el que vivíamos hacinados y aislados del mundo exterior. Qué ingenuo de mi parte, pero les creí. Les creí porque no tenía otra opción, les creí porque si no les creía, ¿qué más me quedaba? Así que comencé a caminar con más emoción, formando una fila atrás de la gente a la que habían llamado antes que yo. Mientras caminaba vi que el hombre que había golpeado a mi papá le susurraba algo a otro hombre, un coronel, o uno de esos hombres que imponían respeto con tan solo mirarte. Este asintió y el soldado se acercó a mí y me tomó del brazo a la fuerza. Te juro que nunca estuve más asustada en toda mi vida. El corazón se me estaba saliendo del pecho. Latía como si estuviera pidiendo auxilio. De hecho, era justamente lo que estaba haciendo. El soldado me llevó a un rincón muy apartado y asomó la cabeza. En ese momento me pareció que era para ver si venía alguien.

Me imaginé un sinfín de situaciones que podían llegar a suceder en ese momento, pero nunca me imaginé la que en verdad ocurrió. Me dijo textualmente estas palabras en un polaco fluido y no dejó de mirarme a los ojos ni un segundo al pronunciarlas: “Ese hombre que acabas de ver piensa que en este momento estoy apuntándote con un arma. Escuchame bien, no te muevas ni hables, ni siquiera respires. Vas a salir por esta puerta y no vas a mirar hacia atrás, vas a correr hasta que tus piernas no puedan moverse más y vas a pedirle al primer hombre o mujer que te encuentres que te lleve a esta dirección.” Me dio un papel arrugado con una dirección escrita que ahora no puedo recordar. Abrió una pequeña puerta enrejada que estaba al final del muro que rodeaba el gueto y me miró una última vez. Extendió su mano y me mostró que, en su palma, estaba el tulipán. Lo guardó en el bolsillo de mi saco y me hizo una seña para que me alejara. Antes de hacerlo, me vino a la cabeza la imagen de mis papás y se me llenaron los ojos de lágrimas. No podía dejarlos, pero a la vez sentía que tenía que salir de ahí para poder contar lo que estábamos viviendo, y si tenía mucha suerte, reencontrarme con ellos después de la guerra. Miré al soldado y le pedí por favor que les dijera a mis papás que me había escapado y que estaba bien, me asintió con la cabeza y me repitió que me apurara.

Comencé a correr con todas mis fuerzas a través de esa puerta. A los pocos segundos de haber empezado a correr, el tulipán salió volando, impulsado por el viento, desde mi bolsillo. No me detuve, no lo fui a buscar. El tulipán había salido en libertad. Al igual que yo. En ese instante sonreí por primera vez en años y te juro que me sentí viva nuevamente.

Cuando terminó la guerra me enteré que mi mamá había fallecido en el campo de concentración, y que no se sabía nada de mi papá. Después de años de buscarlo, lo encontré tan solo unos meses antes de que muera, pero lo necesario para contarle mi historia y la de mi flor.

Acá está, mira. Este es mi tulipán. Es el primer dibujo de tantos otros que hice luego de que salí del gueto. En el momento en el cual lo terminé, decidí que me quería dedicar a eso durante toda mi vida, a pintar. Sí, creo que si lo pones de esa manera, el tulipán fue lo que me salvó la vida.

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Hannah Cherin
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21 años. Buenos Aires, Argentina.